Como todos los días, me hallaba escribiendo en mi cuarto. El personaje
de mi relato buscaba quitarse la vida desde un edificio de doce plantas. En
esto, mi marido llegó del banco, como siempre a las tres de la tarde. Se apostó
en el vano de la puerta y me dijo: "Cariño, hoy he estado pensando en ti".
EL protagonista de mi novela
estaba en un momento crítico, dudaba qué hacer, si lanzarse al vacío o esperar
al día siguiente, quizás las cosas pasaran del negro al gris oscuro. Cualquiera
hubiera entendido que la situación me tenía absorta, pero mi marido buscaba un
minuto de protagonismo e insistió en repetirme de nuevo la misma frase:
―Decía que hoy he
estado pensando en ti.
―Vaya, eso es una
novedad" ―le dije como quien oye llover.
―Me preguntaba qué
tendrá de maravilloso escribir si te pasas doce horas pegada al asiento. Me
preguntaba por qué escribes…
Yo oía su voz como un eco lejano, pero entendí perfectamente de lo que
me hablaba. El personaje me preguntó: "Bueno, qué, ¿me
tiro o vas a contestar a ese?"
Una debe transigir de vez en cuando, así que me decidí por contestar al
ser vivo que a estas alturas de nuestra relación me había hecho una pregunta
propia de un personaje de ficción llamado Perogrullo, y le respondí:
―Escribir es lo
único que sé hacer.
―Mujer, después de
quince años de matrimonio… eso es algo que ya sabía…―dijo en tono
burlón.
No soy rencorosa… pero sus palabras me cruzaron de arriba abajo como un
rayo. Ese al mediodía no cociné para dos, y al mes siguiente solicité el
divorcio. "Sin acritud", le dije. "Después de tantos años
juntos, ya sabes que no sé hacer nada mejor…"
Todo lo que he contado hasta ahora es falso, puro cuento, una mentira, que
encierra algunas que otras verdades en su interior.
Escribo porque no sé hacer otra cosa y con el tiempo he convertido en un
oficio esta pasión. La padezco, la adoro y la necesito para sentirme viva. Pero antes, antes de la escritura fueron los
libros y previo a los libros: las palabras. Ellas son mi casa, la tierra donde
piso, el techo que me cobija, mi alimento y mi soporte.
Será porque no he madurado y sigo creyendo en ellas, será porque
continúo siendo la niña de tres años que se escapaba a la clase de los mayores,
en la guardería del Barrio de Vegueta porque quería aprender las letras. Letras
que parecían mágicas, puertas nuevas que se abrían, cuando a esa edad,
cualquiera de nosotros estábamos aprehendiendo, estrenando el mundo con todos nuestros
sentidos. Letras que unidas por un vínculo misterioso de grafo y sonido ponían
nombre a mi nombre, y nombraron a mi madre, y a mi padre; mis primeros
descubrimientos. Después vendría la palabra hermano, la palabra flor, y la
palabra escalera. Las palabras de mi hogar: casa, tina, cama, mesa, gofio, azotea
y zaguán.
Cada espacio tenía sus palabras asociadas. Allí estaba yo en la Plaza de
Santa Ana, con su catedral, sobre cualquiera de los perros, volando hasta sus
espadañas. En esa plaza descubrí la palabra jugar, el millo, la paloma, el
trompo, la soga y el elástico. Allí me enamoré por primera vez de un niño, y conocí
lo que eran las rodillas desolladas por la prisa del juego.
El mundo sensorial se llenó de palabras. Cada nuevo día me regalaba diferentes
vocablos que, como los cromos, yo iba reuniendo en un álbum secreto. Supe lo
que era la palabra canción y la palabra música. Mi madre cantaba folías y
sandungas; mi padre oía a Mozart y a los Beatles. Entonces descubrí la alpispa
y la palabra yellow.
Yellow como el verano en el que Eva María se marchó a buscar el Sol en la
playa. El verano era la explosión de un diccionario distinto, desnudo, con
sabor a helado, donde las horas eran elásticas. El aire salitrado en los
labios, las montañas-dinosaurios de Fuerteventura, la bicicleta, los caminos
sembrados de baches, los higos robados, los amigos de ese tiempo, la arena que
llegaba del Sáhara…, y por encima de todo, el mar donde flotaba una isla
misteriosa que se parece al dibujo de la serpiente boa que se tragó un elefante
en "El Principito". La isla de Lobos.
El paraíso desapareció, en su lugar existe un parque temático para los
turistas. Aquellas cuatro casas de pescadores se han convertido en un gran
centro comercial. Pero yo escribo para mantener viva la memoria. Escribir es
grabar recuerdos, que el tiempo no los oxide, no los borre, no los fulmine.
Nosotros éramos esos Principitos para quienes el mundo se abría entonces
como un gran libro contenedor de todos los olores y sabores agradables o
tristes del mundo. Pero ese libro ustedes también lo conocen, seguro que tienen
uno propio, quizás ahora cada uno esté repasando aquel primer diccionario. Cuando
probamos la manzana del árbol, fuimos conscientes de que existíamos gracias a
las palabras que nos decían y que nosotros pronunciábamos porque teníamos sed,
hambre, éramos felices o teníamos frío.
Esa música de fondo no ha desaparecido de la literatura que escribo,
porque esa música es la que acompañó a mi infancia en esta isla, territorio intocado
que preservo con uñas y dientes, porque aquí, en esta isla, conocí la palabra
felicidad.
A los diez años me arrancaron de raíz y me trasplantaron de lugar. Me sentí
huérfana, sin colegio, sin amigos, el pequeño universo de los niños. Me di de
bruces, entonces, con dos experiencias distintas: el viaje y la soledad. Busqué
defenderme de la pérdida. Mientras iba dejando atrás la infancia, yo me escondí
detrás de los libros. Se abrieron entonces otros ventanales que me dieron la
posibilidad de ver aún más lejos: Hitler robaba un conejo rosa y los Cinco
investigaban un nuevo caso subidos a un árbol y festejaban la resolución del
misterio comiendo galletas de jengibre. Hubo muchos libros en ese exilio
interior. Debo agradecérselo a mis padres, ellos son grandes lectores. Pero ocurrió algo que no pudieron prever: enfermé
de lecturatitis. Leía cuanto caía entre mis manos: tebeos, prospectos,
etiquetas de envasados, tickets, anuncios publicitarios, revistas de figurines,
hasta los chistes malos que venían con el chicle Bazooka.
Mis padres no tenían presupuesto para calmar mi voracidad lectora, por
lo que aprendí a releer los libros que ya tenía. A esa edad se despertaron mis
gustos literarios, odiaba al pollino de Juan Ramón tanto como Los Hollister, la
versión americana de los Cinco pero con menos intriga. Me aburrían las
aventuras del visionario Julio Verne, tampoco los cuentos de Perrault. Cuánto daño infligieron Perrault y Los
hermanos Grimm a nuestra generación… Sus historias nos robaron la felicidad demasiado
pronto. Luego vendría la adultez, que rima con estupidez, memez o insensatez, que
trae en el saco tantas desgracias como las que sufrieron Hansel y Gretel. Y es que la vida adulta se empeña a diario en
quebrarnos la sonrisa, y lo consigue con facilidad. Solo cuando tenemos el rabo
de la muerte merodeando cerca, ansiamos
recuperar esa felicidad, que hemos manoseado hasta convertirla en una
palabra vulgar, en un derecho más que un privilegio. Si viviéramos menos que
una mosca veríamos la vida con una perspectiva distinta. En mi último libro,
Puro cuento, aún invisible en las librerías, incluí el siguiente relato como
colofón.
―La vida es una gran bola de mierda ―se quejó un escarabajo que con mucho esfuerzo
se afanaba en hacer rodar su tesoro.
―¿Vos no sos un Pelotudo? ¡Ché! ¡Entonces, no
jodás! ¿Y, qué me decís de lo rica que está? ―dijo la mosca.
Ustedes mismos sacarán sus conclusiones.
Sí se puede, como gritan algunos, recuperar la sonrisa, aunque haya días
en los que haya que pintársela como los payasos.
Pero hablaba de la lectura, de los libros de papel, que huelen, que se
subrayan, que se extravían, que se regalan, con los que se liga, y mucho
además, como ustedes saben. Los libros hablan sobre nosotros, mejor dicho,
sobre nuestro interior.
Una vez escuché una historia conmovedora que algún día convertiré en
relato. Un amigo me contó que a los trece años se enamoró perdidamente de una
niña de su clase. Era muy tímido, así que las ocasiones para acercarse a su
compañera eran nulas.
Cuando salían del colegio, él se desviaba del camino a casa y corría dos
manzanas solo para verla pasar. Una tarde, se dio cuenta que la niña de sus
ojos llevaba entre los libros escolares una novela titulada El guardián entre
el centeno.
A él no le gustaba leer en absoluto, y desde luego de aquel libro no
sabía nada. Regresó deprisa a su casa, le pidió dinero a su madre. Para comprar
un libro, le dijo. Su madre casi se desmaya de la alegría y por supuesto, no
dudó en sacar el monedero.
Mi amigo se pasó la noche en vela, leyendo el librito de Salinger,
subrayó frases, e hizo anotaciones de pensamientos que se le ocurrían. Por
primera vez, gracias al amor, había descubierto el placer que provoca un buen
libro.
A la mañana siguiente, cogió la novela, forzó el lomo del libro, arrancó
un par de cuadernillos y dobló la cubierta hasta dejarle una arruga bien
visible, y se lo llevó al colegio. Las horas de clase fueron las horas más
lentas de su vida pero afortunadamente, a las cinco y media, mi amigo corrió
como siempre las dos manzanas acostumbradas. Cuando ella llegó al punto del
camino donde él solía esperarla, mi amigo se hizo el encontradizo y dejó caer
al suelo, como por descuido, la novela de Salinger. Su compañera se agachó a
recoger el libro descuajaringado. Cuál fue su sorpresa…Aquel chico tan tímido,
con el que hasta entonces no había mediado palabra también leía El guardián
entre el centeno. Entonces, ella emocionada por la sorpresa y por la casualidad
le preguntó: ¿Te está gustando? A mí, muchísimo. Y el pícaro de mi amigo le
contestó: Oh, lo he leído muchísimas veces. Es uno de mis libros favoritos…
El resto de la historia la dejo a vuestra imaginación.
Y vuelvo a mi experiencia
lectora. Ocurrió algo que cambió mis lecturas poco ambiciosas literariamente.
En la librería, donde habitualmente mi madre me compraba los lotes de libros
para el verano, se deslizó de manera misteriosa una novela para adultos.
Créanme, es el único libro del que no me he deshecho porque representa el
comienzo de una etapa distinta. Entonces tenía 11 años. La novela en cuestión
era Desde el jardín del americano de origen polaco Jerzy Kosinski. Quizás no
les diga nada, pero si les hablo de la película Bienvenido Mr. Chance,
protagonizada por Peter Sellers… quizás sepan de lo que hablo. El protagonista
de la novela es un jardinero que padece cierta discapacidad intelectual y que
nunca ha salido de la mansión en la que trabaja. Cuando no está ocupándose del
jardín, está pegado al televisor. Gracias a la televisión comienza a aprender
frases que le llaman la atención aunque es incapaz de comprender exactamente lo
que estas significan. Cuando muere el dueño de la casa, el jardinero se ve
obligado a abandonar lo que hasta entonces ha sido su hogar. Sale de la jaula
como un inocente pajarillo y es atropellado por un vehículo que pertenece a una
mujer de la alta sociedad neoyorkina quien enseguida socorre al protagonista y
lo aloja en su casa. Chance es un hombre desorientado, suelta frases sin
sentido, aquellas palabras que escuchó tantos años en el televisor. Lo
paradójico es que Chance poco a poco empieza a ser un hombre respetado en círculos
influyentes por la profundidad de sus frases. Como ya pueden haber deducido la
novela es una crítica a la superficialidad del mundo moderno.
Ese libro de Kosinsky supuso un quiebro radical en mis lecturas. Después
de aquel primero libro iniciático, por la puerta entraron en tropel Sábato,
Dostoievsky, Flaubert, Patrick Süskind, Camus, Pérez Galdós, Valle Inclán,
Unamuno o Pío Baroja. Los libros que leían mis padres, los heredaba yo. Algunos
me fueron imposibles. Recuerdo que Rayuela o Cien Años de Soledad se me
resistieron, el estilo y el vocabulario eran muy difíciles para mí. Desde
entonces, he continuado leyendo. Soy rara en mis gustos, me gusta explorar autores
desconocidos, fuera del circuito habitual de las grandes ventas. Me interesa la
literatura de pequeñas historias personales, como las películas de autor. La
literatura está llena de hombres, pero también de mujeres interesantes. Cito
algunos nombres: Anna Ajmátova y Marina Tsvetáeva, ambas poetas de la edad de
plata de la literatura rusa; Doris Lessing, Clarice Lispector, Grace Paley,
Virginia Wolf, Margaret Atwood o Elfriede Jelinek.
Lo que nunca pude imaginar es que las editoriales me pagaran por leer
manuscritos. Y aunque todavía, he de confesar, no he tenido la suerte de
toparme con un genio de la literatura en mi oficio de lector, respeto el
esfuerzo y el amor que pone la persona que se aventura a escribir una
novela. Escribir no es un oficio fácil.
Tener una historia que contar es más complicado de lo que piensan los que no conocen
el oficio. Todo tiene que sonar a verdad en las páginas, aunque sea una mentira
bien construida y honesta. A mi juicio no hay nada peor que ser un escritor
deshonesto. Todo suena impostado, artificial, un batiburrillo de frases
maquilladas pero vacías. Los personajes son también de carne y hueso como
nosotros, y las palabras que salen de sus bocas tienen que ser las únicas
posibles en esas circunstancias. Es muy difícil escribir diálogos. Es difícil
tener un estilo que se metamorfosee según la historia que se cuenta. Es difícil
ponerse del lado del lector. Cuando escribo me gusta partir de un hecho
concreto de la realidad, es una material espléndido para convertir en literatura.
Pero contar las cosas como son resulta aburrido, hay que darles la vuelta como a
un calcetín, o exagerarlas en diferentes espejos hasta que lo absurdo produzca
dolor o risa. Yo no sé escribir de otra manera, no tengo imaginación para
inventar mundos marcianos, lejanos y exóticos. Lo cotidiano es una mina. Hace
poco, iba en el tranvía de Santa Cruz a la ciudad de La Laguna. Junto a mí una
niña, más o menos de cinco años le pregunta a su madre: ¿Mamá, tú qué quieres
ser cuando seas mayor? La madre, sabia como son las madres quiso mantener el
tono imaginativo de la conversación con su hija y le respondió: Yo de mayor
quiero ser lo mismo que tú. La hija enseguida gritó entusiasmada: ¡Entonces, tú
y yo seremos astonautas!
Tanto en mis cuentos, como en mi hasta ahora única novela: "La isla
de las palabras desordenadas", integro situaciones que me son conocidas,
porque las he experimentado o las he conocido por medio de otras personas. Yo
tomo esa realidad y como un rumiante las deshago, las destripo, las analizo,
las trago y las regurgito para masticar de nuevo el bolo y llevarlo más tarde al
papel. Siempre busco las palabras que en dos segundos puedan suscitar una
emoción que el lector debe completar o rumiar como yo. A veces busco palabras
para provocar silencios.
Mi prosa es poética, sin la poesía no concibo la literatura. La poesía
es un dardo envenenado que hiere con brutalidad, sin contemplaciones,
sacudiéndonos el polvo de la indiferencia. Hay que conmover a la persona que
nos va leer, moverla hacia la risa, hacia la nostalgia, hacia la tristeza, la
rabia o el amor. Hay que zarandear, herir de pasión al lector, como si fuéramos
una marea que deja en su playa palabras con eco. El escritor escribe porque
quiere comprender lo que no entiende. Yo escribo sobre realidades que me han
herido de felicidad o de todo lo contrario, necesito tocarlas, fotografiarlas
de cerca con palabras y contársela a otros. Pero escribimos también para otros,
porque en definitiva no somos más que escritores de cartas, intentando llegar
al lector por el túnel de los sentimientos. Escribimos para componer nuestra
propia música, para que nadie nos dicte el ritmo de nuestra respiración.
Hace ya algunos años, tuve la oportunidad de entrevistar a Guillermo
Cabrera Infante, uno de los mejores escritores de las letras cubanas. En un
momento de aquella conversación, le pregunté cuál sería la novela por la que le
gustaría ser recordado, y él me dijo: “me gustaría que me recordaran por la
música que hay en mis palabras.” Cabrera Infante lo consiguió, compuso la
música de la Cuba después de la Revolución, como García Márquez compuso
Macondo, Cortázar compuso jazz con Rayuela y Pérez Galdós compuso el ambiente
gris del Madrid de cesantes, ministerios, el olor a rancio de las casas de huéspedes
y la miseria que se vivía a finales del XIX en la capital.
Las palabras
adquieren vida propia, componen melodías, partituras que purgan la memoria y el
alma. Nacen con la urgencia de los sentimientos, a la velocidad con que los
dedos arrancan los sonidos de las teclas de un piano. Su música es el reflejo
de una pasión: vivir historias ajenas en una única
existencia.
El escritor es el humilde escribano que trama
mentiras verosímiles con las que pretende contagiar a sus lectores. La realidad
es su paisaje; las palabras, la banda sonora que flota alrededor del universo.
Los escritores somos seres insanos, dementes,
obsesivos, solitarios, exilados en una isla imaginaria, vivimos en compañía de personajes
irreales.
En la anarquía de las horas, encerrados en un
cuarto, marginados del mundo, los fantasmas susurran a nuestro oído melodías mágicas,
bajo ese rumor nos dejamos seducir: música pura. A eso se refería el autor de Tres tristes tigres, algo que yo
descubriría más tarde, cuando me decidí a componer.
Texto leído el 26 de marzo de 2015
en la Casa-museo Pérez Galdós de
las Palmas de Gran Canaria.