Una habitación en el hotel Inglaterra fue tu última parada. Querías morir o escribir versos. ¿Acaso en ti no era lo
mismo? Tres días anestesiado de alcohol. No habías cambiado. El mismo
borracho de siempre. Todos te conocían; nada que objetar. ¿Qué podrían
haber hecho por ti, Sergei? Ni tú lo sabías.
Eras el poeta Esenin, el que cantaba a
la vaca en vez de a la locomotora. Te habías quedado atrás. Eras un mujik que
había perdido el norte. Eras el payaso de la corte. Ellos escribían odas al socialismo, a la ciudad, a la máquina. Tú hablabas de la tierra, la campiña y el centeno. Eras
tan joven… Con aquella camisa bordada y botas de campesino, haciendo rimas de pueblo. El progreso es una rueda que aplasta
cabezas. Y tú siempre quedándote atrás, con esa cara de querubín de iglesia.
Llegaste a Leningrado con la idea de convertirte en un poeta famoso. Amaste a hombres y a mujeres. Para entrar en la torre de marfil
pagaste tu cuota de esnob. Lo hiciste agarrando por la cintura a una mujer que
tenía nombre egipcio. Isadora Duncan tenía pies de mariposa. Con ella viajaste al país del sueño americano. Una quimera que pronto se rompió en mil pedazos. Todo acaba por quebrarse; hace falta un poco de paciencia.
A los treinta años, la locura fue tu
última compañera. Demasiada lucidez en medio de tanta penumbra. Los locos
estaban afuera. Llevaban pantalones de nubes y ensuciaban las calles de
consignas. ¡Viva el pueblo!, gritaban. ¡Menudos imbéciles!, callaban.
Huiste de aquel hedor; con tus mierdas ya tenías de sobra. Estás ahora en ese cuartucho de un hotel de Leningrado. Extraviada para siempre la mano de tu Beatrice, te negaste la entrada al paraíso de Shagané, dulce Shagané. Pero, ¿cómo
fue? Las mayores verdades siempre permanecen ocultas.
Dijeron que te fijaste en el azul de las venas. Tus ojos de beodo impenitente vieron frente a ti ríos de tinta. Empapar la pluma y escribir el poema perfecto. Invocaste así a la
muerte lujuriosa. Ella no tuvo más que cortar una sombra de piel. Tu última carta al
destinatario desconocido. La letra con sangre fluye. Los últimos versos corren
por tu mano:
No hay nada nuevo en morir ahora
Vivir
tampoco es una novedad.
Después la
soga. Tus pies meciendo el aire.
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